domingo, 30 de diciembre de 2007

Cuatro Caminos

Camino 3. Sur

Algo he perdido, tengo mis memorias, tengo mi dolor, tengo la sensación de nunca haber estado aquí. Algo he perdido, porque siento la ausencia y la luz se hace más tenue, todo se aleja.

Se hacen cúmulos en el cielo, la gente dice que cuando esto sucede hay tristeza rondando, las nubes se rasgan como si una mano divina estuviera tratando de apuñarlas para desahogar con eso su sufrimiento. Era un día de enero en un verano más caluroso de lo habitual, el polvo se levantaba en pequeños remolinos mientras el sol castigaba la tierra árida de Nueva Concepción en Chalatenango, era un aburrido día mas de cuaresma en los que pareciera que la gente espera ansiosa la Semana Santa para recordar al hijo de Dios y olvidarse de él por el resto del año. Así son los preámbulos de la transición a la muerte, recuerden eso.

Daniel se despertó muy temprano, se despidió de su esposa e hijos, llamó a la puerta del cuarto de su madre, ella desde adentro gritó: -“¡ Que jodés vos, puta ya te dije que ya voy!”-. Doña Dora estaba lista también. Un día antes dejó todo listo para emprender el viaje.

El primo de Daniel le dijo: -“Por favor te apurás, no sabemos cuanto tiempo tenga”-, no era necesario el consejo ya que sabía la situación que los envolvía a ambos así que Daniel solo sacó un poco el brazo por la ventana de su pick-up mientras conducía, sostuvo su cabeza con su puño izquierdo y siguió pensando en tratar de resolver esto lo más pronto posible mientras contemplaba el amanecer en la campiña del norte del país, el cielo rojizo dejándose atrapar por el azul, con las plantaciones de maíz de verano, el olor a potreros, los árboles secados por los años y empolvados por los últimos vientos del norte antes del cambio de estación; él se acercaba a su pueblo.

Mientras tanto con los ojos entrecerrados, la respiración pausada y el ceño un tanto fruncido, se acababa de despertar Darío. Dejó escapar un pequeño suspiro mientras observaba por la ventana de la casa, las nubes en forma de surcos, ya faltaba poco para que llegaran todos, pero no dejaba de pensar en la llamada que recibió hace unas cuantas horas y la gran casualidad que ese mismo día tenía libre en el trabajo, como si todo hubiera sido una jugada del destino para que él regresara al país después de 20 años, aun había mucha gente esperando su regreso

Al llegar a la casa Daniel y su madre notaron que después de un año habían cosas que se mantenían igual, el muro de afuera seguía teniendo las mismas plantas enredadas, hace 20 años apenas era un cerco hecho de palos y alambre de púas, increíblemente la casa continuaba igual después de soportar un conflicto armado en una zona de mucha importancia histórica para estos hechos. Afuera de la casa estaban los niños jugando, eran todos los miembros pequeños de la familia, nueve niños todos nietos de Doña Dora.

En la pequeña sala aguardaban sus hermanos y primos. Con la llegada de ellos los miembros mayores de la familia Díaz estaban completos.

Al lado izquierdo junto a un pequeño retrato de su madre estaba su primo Mariano junto a su esposa, la cual había conocido hace 20 años después de sobrevivir a una matanza, él fue muy listo, junto a un amigo oyeron que las tropas se acercaban al cantón de Nueva Trinidad, como era la costumbre de nuestro flamante y orgulloso ejército al ver jóvenes tenían que reclutarlos, si se negaban era mejor verlos muertos que libres o como posibles enemigos. Por tanto Mariano y su amigo se ocultaron debajo de unos cadáveres que estaban en el camino, eran cinco personas que al parecer vivían cerca y al negarse a colaborar prefirieron morir en grupo, pero al primo no le importó eso aunque al final de que el ejército terminó de pasar sobre los cuerpos y ellos dos, agradeció profundamente la ayuda de los miembros de este humilde hogar.

Junto a Mariano estaba la hermana de Daniel, Lucila, la que había vivido 10 años en México trayéndose de allá muchas mañas acompañadas de un horrible acento mexicano que hasta la fecha no se le quita, como si a parte del tiempo, hubiera dejado su corazón allá, algo muy raro sabiendo que su esposo regresó con ella al país, aunque esto explicaría porque su hija menor es más morenita que el resto de sus hijos o porque cada vez que escucha una ranchera de Lucha Villa, un profundo y resquebrajado suspiro sale de lo más profundo de su ser.

A la derecha junto al espejo de la sala, estaba su primo Adrián, con el que solía jugar de pequeño atravesando el río Sumpul, tratando de pescar, viendo a las mujeres que se iban a bañar, haciendo carritos con hojas de café y ruedas con los granos. Ya hace mucho que no lo veía, desde que se fue a EU como mucha gente de su familia ya desesperados por la mala situación económica del país.

Al fondo estaba Marta, la sobrina de Doña Dora, una mujer que hace unos años había sufrido la pérdida de la más joven de sus hijas en un trágico accidente que conmocionó al pueblo, era apenas una adolescente, la consentida de la familia.

En ese momento se abrió la puerta del cuarto junto al espejo, lo que sorprendió a Adrián ya que no esperaba que hubiera despertado su hermano; pero era justo, Darío y Daniel eran una pareja inseparable de niños. Por antiguos pleitos familiares con la madre de Daniel, él era maltratado por una de las tías de Darío, siempre racionaba su comida, ensuciaba su ropa y lo incomodaba con frecuencia cuando éste lo iba a visitar; pero hay cosas que afortunadamente no se heredan, ellos dos siempre compartían todo, parecían hermanos. Por esa razón al crecer Daniel pagó tanta ingratitud a las señoras, permitiendo que el tipo que le vendió el terreno donde se levanta actualmente su casa, le vendiera a las señoras el terreno de junto, de no ser por él sus actuales vecinas estarían en la calle.

Darío se acercó a Daniel y a su madre, los abrazó a cada uno por separado, a ella no le gustaba compartir ni siquiera los abrazos. Los demás presentes se acercaron a saludarlos con mucho cariño a Daniel y con mucho cuidado a Doña Dora, todos sabían del temperamento de la señora, en otras culturas ella hubiera sido la matriarca de la tribu, toda sabiduría y dureza, era una señora que para su baja estatura gobernaba con su manera directa, ofensiva, burlesca e irreverente de hablar. Irónicamente cada grosería que salía de su boca causaba gracia y respeto entre la gente, una situación extraña cada vez que ella estaba cerca, insultaba a sus familiares y nadie salía herido, cualquier persona ajena al circulo familiar al ver esta escena solo podría pensar dos cosas: o sus parientes eran inmunes a sus improperios o realmente la señora los hipnotizaba al hablar. Como recibir una puteada en francés, sus insultos les sonaban preciosos…en español.

Ella les saludó a cada uno recetándoles frases como: -“Puta diablo, estás todo consumido, esa tu mujer no solo te ha dejado acabado, también no te da de hartar”- a Mariano, -“Buenas tardes hija, ¿y el bolo de tu marido no vino?, de seguro lo dejastes cuidando la tienda del marigüanero de tu hijo, está bueno”- a Lucila, -“Buenas tardes,, milagro que vinistes, pensé que no iban a dejar tus hijos”- a Marta, -“Buenas tardes hijo, ¿Cuándo vas a llegar por la casa, deberías de ir a ver a tu nana y a tu tía”- a Darío. Todos reían tímidamente a Doña Dora y le dedicaban frases como: -“Mamá no diga eso”-, -“Por eso la quiero tía”- o la frase más odiada para ella -“Aww la abuelita tan linda”- prefería ser llamada Abuela y nada más, ella confundía los diminutivos y palabras dulces con frases despectivas hacia su avanzada edad.

Pero hacía falta alguien, era Julio, el hermano de Mariano, estaba en el cuarto del fondo con la anfitriona de esta reunión.

Todos entraron a la habitación y se colocaron alrededor, aunque pequeña, había espacio suficiente para los invitados, al fondo estaba Julio sentado en una silla vieja de madera contando sus vivencias en EU, los trabajos que tuvo que tomar, las limitaciones que se encontró todo para mandarle dinero a su madre que yacía moribunda frente a él. Ahí estaba ella, acostada en la cama que recibía en su casa a sus parientes más queridos, Doña Isabela los miró a todos, al menos eso intentaba con las pocas fuerzas que le quedaban, se encontraba muy enferma de una pulmonía complicada debido a sus ya 89 años de edad; pero aun tenía energías para dedicarles un saludo a sus hijos y sobrinos mayores. Ella se levantó un poco ayudada por su hija Marta y de manera entrecortada con voz áspera dijo: –“Gracias por haber venido a todos, espero que se cuiden y sean felices cuando me vaya, por favor cuiden de mis nietos y biznietos”-. Al oírlo todos callaron.

Doña Dora se sentó suavemente en la cama y le tocó tiernamente la cara a Doña Isabela quien la miró, cerró los ojos y los volvió a abrir para decirle: -“Mi hermana, ¿Cómo has estado Dora? Vos te ves toda maciza y cholotona, mientras yo estoy toda calaveruda, y eso que sos más vieja deberías de estar toda consumida”-, después de decir esto tosió fuertemente. Doña Dora se metió en su papel de hermana mayor y le respondió: -“Dejá de hablar ya, te va a hacer más daño”-. Doña Isabela había comprendido que para ellas que vivieron muchas penas, desgracias, maltratos, desilusiones y demás desventuras, el tiempo se había detenido porque su hermana no miraba su cara deteriorada y esquelética, ni su cuello con la piel marcada por los años, ni su pecho que aprisionaba una respiración pausadamente forzada. Ella solo miraba a su hermanita, la pequeña, la que cargaba en sus brazos cuando su madre se lo exigía mientras lavaba la ropa, la que la ayudaba a recuperarse cuando su esposo la golpeaba, la que le creyó cuando le contó del encuentro fantasmagórico que tuvo en el río cargando a su hijo que por cierto era Daniel, la que simplemente ya no veía seguido y aun llevaba en su pensamiento. Ellas dos, las que sufrieron persecución al estallar la conocida Guerra de Cien Horas, las últimas sobrevivientes, los pilares de la familia entera.

Fueron apenas 5 minutos que para Doña Isabela resumieron toda su vida en una profunda mirada, ellas dos ya no necesitaban decirse más. Y así sucedió, solo aspiró aire en una bocanada, dio un gran suspiro y vio hacia arriba, como encomendándose a una gran fuerza celestial, llámenle Dios si así quieren. Cuando se detuvo, la respiración de todos en la habitación se había detenido, como si sus latidos se hubieran sincronizado, todos sabían lo que sucedía; pero nadie quería hacer la crucial pregunta.

Las mujeres estaban listas para soltar el llanto y los hombres trataban de hacerse los fuertes para no desmoronarse. Julio era el más cercano a la cama, con la cara palidecida se acercó para asegurarse de lo inevitable mientras todos miraban ya resignados, puso su mano sobre su nariz y tocó su cuello, inmediatamente miró a los demás y les dijo: -“Se ha quedado dormida, su respiración ha mejorado, talvez ya sea tiempo de dejarla descansar”-. Cada uno se despidió de Doña Isabela y salieron del cuarto, fue un momento que nadie olvidaría jamás, así pasó el resto del día y la noche sin más sorpresas.

Unos días después la Tía Isabela había vuelto a ser la misma, bromista, necia y gruñona de siempre que había gozado de una despedida en vida de sus familiares que se alegraban que estuviera de vuelta, aunque algunos estaban algo molestos por el susto y el drama creado, eran buenas noticias. Todo esto pasó en los primeros días de enero.

El 14 de febrero, Doña Isabela fallecía en su casa, al lado de sus hijos Julio y Marta, esta vez los agarró desprevenidos como suele suceder la vida y como suele suceder la muerte. Dicen que cuando llueve el alma del fallecido descansa en paz, extrañamente una pequeña llovizna cayó en tierras chalatecas el día de su entierro, en pleno verano de cuaresma. Doña Isabela partía a reunirse con su madre y sus demás seres amados que se le adelantaron, al menos me gusta pensar eso. Con todos sus seres queridos que se quedaron en este mundo para recordarla por siempre.

Les dije que recordaran algo, no lo olviden jamás.

PD.: Este relato es basado en una historia de la vida real

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